El caso Acteal es un tema de Estado. Como otros tantos que rondan el olvido, pero los aniversarios los retrotraen a la memoria colectiva y los alimentan la indignación, la violencia y la injusticia que los acompaña. Por mucho que se diga que el tiempo curas las heridas, hay heridas que siguen vivas. Máxime cuando hay sangre de por medio. Así ha ocurrido con el 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco (para citar hechos de la historia más reciente); con el halconazo del 10 junio de 1971, en las inmediaciones del Metro Normal, también conocido como el Jueves de Corpus.
Así pasó también con las matanzas de Aguas Blancas en Guerrero el 28 de junio de 1995, donde 17 campesinos de la Organización Campesina Sierra del Sur (OCSS) fueron cazados en un vado y vilmente masacrados; y sucedió en Acteal, donde 45 indígenas tzotziles fueron igualmente masacrados.
Como todos estos casos citados —para no referir otros igualmente lacerantes—, el manoseo de las investigaciones que tienen que ver con el ocultamiento de pruebas, la fabricación de otras, la distorsión de las investigaciones y el castigo a viles chivos expiatorios, generan el rechazo de la sociedad. Del mismo modo, la desconfianza en la justicia, la suspicacia del poder porque brinca siempre que en el fondo de las cosas se oculta a los verdaderos autores intelectuales. O que se castigue a los autores materiales, o a simples chivos expiatorios.
La suspicacia y la impunidad quedan en la conciencia colectiva cuando no se castiga a los responsables, no sólo de masacres como estas. Igual sucede con los crímenes cuya finalidad es claramente política, y donde los culpables fabrican cortinas de humo para esconder los hechos, distorsionar hasta el cinismo las pruebas e incitar a los sistemas de justicia a respaldar la farsa.
Ahí están los asesinatos del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, de José Francisco Ruiz Massieu, de Luis Donaldo Colosio, en plena década de los 90 del siglo pasado, fruto de las pugnas del poder y las vendettas entre aquellos grupos que defienden intereses muy particulares.
En casos como las masacres colectivas, se ocultan siempre los fines que se persiguen desde el poder, sea federal o local. Pero tanto la investigación como la suspicacia posterior incitan a suponer la imposición de un castigo ejemplar para los involucrados. Incluso, como en el caso de Acteal, se ha planteado siempre que la reacción de las autoridades locales implica la estrategia de la “guerra de baja intensidad” para acabar con las protestas, las rebeliones campesinas y la guerrilla.
Un planteamiento puesto en vigor desde los centros de poder en los países desarrollados por organismos como la CIA y el FBI de los Estados Unidos, y para combatir con comunismo, en los aciagos años 70 y 80, en varios países del mundo con milicianos preparados para contrarrestar cualquier tipo de rebelión o de acciones guerrilleras. Y México, al igual que el resto de América Latina, no podía ser la excepción.
Pero las rebeliones campesinas y/o los conflictos intercomunitarios —o aprovechándose de eso— indígenas, las autoridades no tienen porqué combatirlas con violencia o por vías alternas. No obstante los gobiernos han caído en la tentación, cuando no de organizar, de alentar la formación de cuadrillas de asesinos. Eso ha sido común en estados como Chiapas, donde en el pasado las autoridades caciquiles han filtrado matones a sueldo, como las llamadas “guardias blancas”, para desaparecer personas o grupos de personas en las comunidades y pueblos.
Para desarticular cualquier tipo de reacción contra el poder; no obstante las demandas de las comunidades casi nunca pasan de la exigencia del otorgamiento de los servicios o de las regularizaciones de terrenos y la solución de conflictos limítrofes. Pero no como una amenaza en sí para la estabilidad de los pueblos, ni de la gobernabilidad local o estatal. Mucho menos para el nivel nacional.
El conflicto en Chiapas, con el alzamiento zapatista aquél 1° de enero de 1994, no pasó de la exigencia de solución a demandas locales. Por mucho que se enfrentó al Ejército mexicano hasta con armas de madera, su capacidad de movilidad no sobrepasó los límites territoriales de Chiapas. Incluso, pese a la solidaridad nacional e internacional, en los momentos de mayor impacto de las propuestas del subcomandante Marcos, no se extendió el problema para otros estados del país, como se presumía.
Con todo y que las demandas estaban muy focalizadas, y no dejaban de tener solidez y fundamento, sobre todo la historia de vejación al indígena y la vigencia de aquellos sistemas de explotación de tipo colonial. Al igual que la falta de reconocimiento de muchos de los derechos de los indígenas originarios, como el respeto por la elección de sus autoridades tradicionales y la no invasión de sus tierras para la sobrevivencia comunitaria.
El caso Acteal se puso sobre la mesa de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, para que juzgue si otorga el amparo —que ya concedió el día de ayer a 22 de los 25 que lo solicitaron— a algunos de los 57 sentenciados por este delito. Hubo quienes pidieron la libertad, hubo quienes no; porque, se dice, entre los encarcelados están auténticos autores materiales. No se habla de los autores intelectuales, en aquellos años del régimen de Ernesto Zedillo que dejó correr unas investigaciones amañadas. Pero así es la justicia entre los recovecos del poder. Temas del Estado, se quiera o no.
12/agosto/2009.
jueves, 24 de diciembre de 2009
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