jueves, 24 de diciembre de 2009

Libertad de expresión

El ejercicio periodístico en México es una profesión de alto riesgo. Y lo es, en estos tiempos, tanto por el tipo de información que se difunde en los medios de comunicación impresos o audiovisuales, como por la reacción virulenta que dicha información provoca. Más, y sobre todo, cuando se habla escudriñando la verdad de los hechos o los acontecimientos; o las acciones e implicaciones de uno o de varios personajes.
Por un lado. En un país donde la impunidad es baluarte del ejercicio del poder público, o va acompañada del mismo, las acciones provocan dolo cuando lo que se informa va en sintonía con los hechos porque se constituyen en denuncias públicas o en elementos para la misma. Por eso la respuesta agresiva del implicado —político o empresario—, no tanto porque lo dicho o escrito en el medio sea un invento del reportero, como porque lo expreso le afecte a sus intereses o al prestigio que, se presuma, haya construido con los años.
Pero la verdad es que, siendo una acción derivada de la impunidad, el referente de involucramiento en algún tipo de delito es causa de incomodidad al grado, no pocas veces, de responder con acciones extremas. Esto es práctica común desde los niveles elementales del ejercicio municipal, hasta el nivel más alto de la estructura piramidal del poder presidencial. Desde el poder caciquil bucólico, hasta el operador del picaporte presidencial.
Esta es una vertiente del problema. Pero por otra parte, el asunto tiene que ver con la afectación que el libre ejercicio periodístico tiene contra aquellas actividades ilícitas que se orquestan a la sombra del poder mismo —o bajo su control pero fuera de la legalidad—. Es el caso de la práctica del narcotráfico o del crimen organizado, que se ve afectado por el descubrimiento y descripción de sus acciones que resultan atentatorias de la legalidad y son generadora, a la vez, de problemas de salud entre la población al mismo tiempo que moviliza grandes cantidades de dinero en dólares.
Erigidos en poderes fácticos, bien armados hasta los dientes, los narcotraficantes y todo tipo de delincuentes organizados que ejercen actividades como el robo de órganos, el secuestro, la venta de armas, el robo a casa habitación, robo de autos, el asalto a transeúnte, etcétera, arremeten contra todo lo que se mueve que descubre y/o describe sus acciones fuera de la ley.
Pero el poder que genera la peor reacción en contra del periodista en México, sobre todo durante la última década, es el del narcotráfico y del crimen organizado. Problema que se complica por la impunidad de las autoridades judiciales a la negativa de investigar y castigar a los implicados en asesinatos o desapariciones de periodistas, o por la tolerancia que se imprime y queda deambulando cuando no se ejerce el castigo correspondiente, pese a que las leyes vigentes procuran un marco legal al respecto.
El atropello se alienta por las reacciones virulentas de los hombres del poder establecido, cuando en casos evidentes de violación de derechos humanos y del derecho a la información, se oculta la investigación y desoye a la presión del gremio para el esclarecimiento de los hechos.
En este sentido los ejemplos sobran. Las represalias simplemente en contra de periodistas como Lydia Cacho, por su denuncia documentada en Los jardines del Edén, donde describe los procedimientos e involucramiento de políticos como el gobernador de Puebla, Mario Marín, El Gober Precioso, con José Kamel Nacif, el Rey de la mezclilla y Jean Succar Kuri, en el delicado asunto del tráfico de menores y la pornografía infantil. Y donde se menciona a otros políticos como posibles implicados.
Las denuncias en contra de periodistas como Miguel Ángel Granados Chapa y Alfredo Rivera por el cacique hidalguense Gerardo Sosa. La exprimera dama Marta Sahagún quien llevó ante los tribunales a Olga Wornat y a la propia revista Proceso, por sus revelaciones, es claro ejemplo de violación a la libertad de expresión y del derecho a la información. Denuncia promovida desde el poder presidencial.
Las reacciones atentatorias igualmente en contra de Miguel Badillo, Nancy Flores y Ana Lilia Pérez, por parte de consorcios gaseros y petroleros (Grupo Zeta Gas, de Guadalajara), por el asunto de los millonarios contratos de servicios múltiples operados desde Pemex. El boicot de publicidad desde el gobierno panista en contra de publicaciones como las revistas Forum, Contralínea, Síntesis, La Tijereta, Fortuna y Proceso.
Pero, sobre todo, los asesinatos que se han perpetrado en contra de los periodistas desde los últimos 10 años, más o menos. Es decir, claramente desde la aparición en el escenario del poder presidencial de los gobiernos del PAN. Para muestra un botón. El Presidente Calderón dedica en su IV informe de gobierno, sólo unas 20 líneas, para decir que entre septiembre 2008 y junio 2009 se iniciaron seis averiguaciones previas; y acción penal contra nueve implicados.
Nada se dice de los delitos contra el gremio de 2000 a la fecha: “Se han asesinado a 52 reporteros, hay siete desaparecidos, seis ataques con explosivos a medios de comunicación”. Reportaje en De Nuevo El Día, 6 de septiembre.
En la noche de la impunidad de la política mexicana, quedan pendientes los asesinatos de Manuel Buendía perpetrado en mayo de 1984, y de Héctor Félix Miranda, El Gato Félix, en 1988.
Quedan en el aire las reformas al Artículo 73 de la Constitución, para que los delitos en contra de la libertad de expresión sean investigados, perseguidos y sancionados por autoridades federales. Tanto interés, que la LXI Legislatura de la Cámara de Diputados ha desaparecido la Comisión Especial de Seguimiento a las Agresiones a Periodistas y Medios de Comunicación. Pero una cosa es la tirria del gobierno del PAN, otra del poder legislativo y el seguimiento de las agresiones al gremio.

7/septiembre/2009.

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