miércoles, 23 de diciembre de 2009

Ejército, secuelas

Para evaluar la actuación del Ejército mexicano en las calles de importantes ciudades del país, hay que ponderar sobre todo la decisión tomada por el titular del Ejecutivo en turno, el Presidente y Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas; en este caso, de Felipe Calderón Hinojosa.
Es decir, el mayor responsable de conducir a una institución como el Ejército hacia funciones policiales que no le corresponden, al sacarlo de los cuarteles para combatir el narcotráfico y el crimen organizado, es el presidente Calderón.
Las secuelas vienen después. Y están a la vista de todos. El fracaso en el combate, las presuntas violaciones a los derechos humanos y la falta de resultados para ganar esa muy cacareada guerra anticrimen.
Es de una alta responsabilidad política y social, sacar de los cuarteles al Ejército. Y no medir las consecuencias de una decisión de este tipo es problema, primero, de quien la toma. Sobre todo, cuando las razones no son propiamente de Estado, sino de relumbrón. Asunto delicado, por donde se le mire.
En principio, la obediencia de los generales del Ejército, a las órdenes del Jefe Supremo no está en entredicho. Es una decisión que está en el ordenamiento constitucional. No hay de otra. El Ejército no cuestiona los fines, pero se arriesga con los métodos. Obedece el mandato, pero tampoco nadie le previene sobre los medios. Ni siquiera por parte del propio personaje que toma las determinaciones. Por ignorancia o por inconveniencia.
Luego vienen los cuestionamientos sobre las secuelas, tras las órdenes tomadas. Y en ese papel, ahora nadie sabe nada. Ni siquiera el propio Jefe Supremo asume la responsabilidad de los métodos: ni los oye, ni los ve. Es decir, las consecuencias son para los que actúan, no para quien dio la orden. Pero, o bien es un problema de la propia Constitución, o es un asunto que el legislador debe tomar en sus manos para poner los candados suficientes al titular del Ejecutivo, tanto para que no tome la decisión a la ligera, como para que asuma su responsabilidad sobre las secuelas. Aquí está el tema del fuero castrense.
De cierto que es un problema tremendo combatir el crimen organizado y al narcotráfico. Entre la actuación de las bandas de criminales en su lucha por los territorios, los mercados, el trasiego, los métodos de distribución, las cuentas bancarias, las inversiones para el lavado de dinero, etcétera; entre todo eso está el problema de la inseguridad que trae su actuación para la sociedad en general, para los jóvenes que se adhieren al consumo de las diversas drogas y, lo peor, las muertes de inocentes, de los propios militares y de los mismos sujetos pertenecientes a dichas bandas que pierden la vida.
Los asesinatos por la pugna de los territorios, o las zonas de influencia, por las venganzas o simplemente porque incumplen las normas internas de los propios carteles —que operan bajo estrictas al estilo de las peores mafias—, generan un clima de terror, miedo e incertidumbre entre la población.
Y eso, cuando México dejó de ser simple territorio de paso desde el sur del continente, desde Colombia, con rumbo al mayor mercado consumidor de la droga en el mundo, los Estados Unidos de América, e igualmente comenzó a cerrarse la frontera norte para el paso.
El país se volvió mercado consumidor, además de territorio de paso, bajo el contubernio de todo tipo de autoridades, desde policiales hasta altos mandos de la política, donde pueden mencionarse a infiltrados hasta en Los Pinos.
Así, como un problema que ha crecido durante décadas, al amparo de la corrupción y la traición, se ha extendido al grado del descontrol. Por eso los señalamientos de que México se había convertido en un Estado fallido. No obstante es una clasificación extrema. Pero el auge de las bandas organizadas de criminales, y la permisibilidad o encubrimiento de sus actuaciones, ha provocado la expansión y el estado de cosas que ahora se vive. Situación que deviene en la inseguridad y, sobre todo, en el problema que significa combatir a las bandas delictivas.
Y el haber decidido sacar al Ejército a las calles, sin la respectiva evaluación de las consecuencias posibles por no ser una institución destinada para ello; y sin hacer nada por reestructurar a las policías federales y municipales para enfrentar el flagelo de la delincuencia organizada, las consecuencias llevan a lo que ahora vivimos: al pleno desastre.
Máxime que Felipe Calderón lanzó al Ejército en una acción desesperada por tratar a toda costa de “legitimar”, en los hechos, lo que no logró en las urnas, porque su elección ha sido tanto o más cuestionada que la del propio Carlos Salinas en 1988.
Por eso, ahora el presidente no sabe cómo regresar al Ejército a los cuarteles, porque ya policializó a muchos soldados rasos que pronto —cuántos de ellos— salieron “libres” a la calle para delinquir. Pero si Felipe Calderón tomó la determinación, ahora que asuma las consecuencias.

13/julio/2009.

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